Estaba perdida en el volumen del vientre cuando me dí cuenta de que las guitarras me habían arrancado la piel, estaban ya adentro del rojo, la sangre solar, hubiese dicho, rojas entre la carne blanca, así como la he visto en los cortes, violentas, conmovedoras, filudas, y la rabia trataba al tiempo de acceder igualmente, rabia con la estupidez de perderme en el volumen del vientre que ahoga cualquier placer abierto. Pero allí estaba el placer, a pesar del límite de la estulticia, contradictorio con las ideas, del todo carnal, los sonidos descubriéndome de piel, con dolor y asco, el placer desde la angustia, o quizás, quebrándola, haciéndome notar que el dolor esta vez sólo se sentía en la carne, el único que estaba siendo real, saliéndose la piel del pecho, encontrándome con las cuerdas más metálicas que la conchadesumadre friccionándose con los huesos, manando todo lo agudo (y sé que todo es mi enfermedad, M, pero te prometo que aquí era todo), lo agudo que me quitaba los dientes y se hendía en las encías para volver al pecho y a los huesos, y seguir frotándose contra ellos, contra la carne, chorreándome de sangre astillosa, y aún solar, en la noche a luz de tungsteno.
C. Lagos